18/2/13

Sentir no da derecho a nada





Fue en la tele, en algún programa, no sé en cual. Alguien dijo en medio de una conversación, mejor dicho, de una discusión... "Lo siento, se me olvidaba que ya nadie conversa y menos en televisión".

Pues bien, repitió varias veces, algo así como que: "Sentir no da derecho a nada, sólo a sentir".

Como tantas otras veces, mi especialidad es el zapping, ni escuché más, ni vi más. Mi dedo índice, apoyado sobre el mando a distancia, se encargó de alejarme de allí a toda velocidad mientras las imágenes de una y otra cadena se amontonaban en mi retina. 
Sin embargo, ya era demasiado tarde, la frase se había quedado conmigo. No sé, debió gustarle a mis oídos. El caso es que no conseguí dejar de pensar en ella: Sentir no da derecho a nada
Por supuesto, ni que decir tiene que quien la mencionó se refería sólo y exclusivamente al sentimiento entre personas, a eso que cada vez, tampoco entiendo muy bien por qué, nos da más y más vergüenza nombrar: al amor. 

Yo como siempre, ¡no tengo remedio!, hice mi traslado oportuno y la traduje al mundo de los animales, al fin y al cabo, a mi mundo... 
Sí señor, qué verdad más grande: Sentir no da derecho a nada, absolutamente a nada, sólo a sentir... Bueno claro, a sentir, a sufrir, a llorar... en este caso a aullar. 

Inmediatamente, sin moverme de allí pero marchándome, no sé muy bien por qué, pensé en cómo había ido aquella mañana en el albergue y me acordé de ti. Podía haber sido, quizás, de cualquiera de los perros que habíais entrado nuevos en el albergue pero, yo me acordé de ti... 
De nuevo vi tu mirada, sentí tu tristeza cuando tu dueño se marchó de tu lado y se despidió con un simple adiós

En realidad, yo estaba en el salón y miraba la tele pero sólo veía tus ojos... ¡Que ojos! 

Luego, silenciosamente y sin moverme, de nuevo caminé junto a ti cuando te llevaba a una de las jaulas. La verdad es que, entonces sonó mi móvil desde la cocina pero yo sólo oí el ruido de mis pasos, de mis pies hundiéndose sobre la grava del albergue y el de los tuyos a mi lado. Y me paré a acariciarte y sentí sobre mi dedos el roce de tu piel, mientras mi mano en realidad, se deslizaba sobre el viejo cojín del sofá. Entonces, con los pelos de punta y mis ojos llenos de lágrimas, de nuevo escuché el sonido de tu pena convertida en lamentos... ¡Qué gritos! ¡Qué dolor!

Me interrumpió el ring, ring del timbre de la entrada.<<¿Quién será?>> pensé. Aunque yo casi ni lo escuché, en realidad sólo conseguí oír el sonido de la puerta de una de las jaulas cerrándose al meterte dentro, el chasquido de tu correa al quitártela... Y de nuevo me agaché junto a ti y te susurré al oído, muy bajito, las palabras más cariñosas que en ese momento imaginé y tú, agradecido, me miraste sin mirarme y lamiste mi mano.
Lo siento, de veras que lo siento... Pero me levanté y te dejé allí, en una triste jaula, mientras la noche y el frío caían y a mí se me helaba el alma. 
Luego ya sabes, cogí el coche, llegué a casa y sin pensarlo, sin querer pensarlo, encendí la tele y entonces oí esa frase que me devolvió a ti... Sentir no da derecho a nada. ¡Qué gran verdad!
Tú y tus compañeros del albergue sentisteis el más profundo, el más sincero amor por vuestros dueños pero... ¡vaya, mala suerte! Sentir no da derecho a nada, solo a sentir... Sólo a morir de amor.