Fue en la tele, en algún programa, no sé en cual. Alguien
dijo en medio de una conversación, mejor dicho, de una discusión... "Lo
siento, se me olvidaba que ya nadie conversa y menos en televisión".
Pues bien, repitió varias veces, algo así como
que: "Sentir no da derecho a nada, sólo a sentir".
Como tantas otras veces, mi especialidad es el
zapping, ni escuché más, ni vi más. Mi dedo índice, apoyado
sobre el mando a distancia, se encargó de alejarme de allí a toda velocidad
mientras las imágenes de una y otra cadena se amontonaban en mi retina.
Sin embargo, ya era demasiado tarde, la frase
se había quedado conmigo. No sé, debió gustarle a mis oídos. El caso es que no
conseguí dejar de pensar en ella: Sentir
no da derecho a nada.
Por supuesto, ni que decir tiene que quien la
mencionó se refería sólo y exclusivamente al sentimiento entre personas, a eso
que cada vez, tampoco entiendo muy bien por qué, nos da más y más vergüenza
nombrar: al amor.
Yo como siempre, ¡no tengo remedio!, hice mi
traslado oportuno y la traduje al mundo de los animales, al fin y al cabo, a mi
mundo...
Sí señor, qué verdad más grande: Sentir no da
derecho a nada, absolutamente a nada, sólo a sentir... Bueno claro, a sentir, a
sufrir, a llorar... en este caso a aullar.
Inmediatamente, sin moverme de allí pero
marchándome, no sé muy bien por qué, pensé en cómo había ido aquella mañana en
el albergue y me acordé de ti. Podía haber sido, quizás, de cualquiera de los
perros que habíais entrado nuevos en el albergue pero, yo me acordé de
ti...
De nuevo vi tu mirada, sentí tu tristeza cuando
tu dueño se marchó de tu lado y se despidió con un simple adiós.
En realidad, yo estaba en el salón y miraba la tele pero sólo veía tus ojos... ¡Que ojos!
Luego, silenciosamente y sin moverme, de nuevo
caminé junto a ti cuando te llevaba a una de las jaulas. La verdad es que,
entonces sonó mi móvil desde la cocina pero yo sólo oí el ruido de mis pasos,
de mis pies hundiéndose sobre la grava del albergue y el de los tuyos a mi
lado. Y me paré a acariciarte y sentí sobre mi dedos el roce de tu piel,
mientras mi mano en realidad, se deslizaba sobre el viejo cojín del sofá.
Entonces, con los pelos de punta y mis ojos llenos de lágrimas, de nuevo
escuché el sonido de tu pena convertida en lamentos... ¡Qué gritos! ¡Qué dolor!
Me interrumpió el ring, ring del timbre de la
entrada.<<¿Quién será?>> pensé.
Aunque yo casi ni lo escuché, en realidad sólo conseguí oír el sonido de la
puerta de una de las jaulas cerrándose al meterte dentro, el chasquido de tu
correa al quitártela... Y de nuevo me agaché junto a ti y te susurré al oído,
muy bajito, las palabras más cariñosas que en ese momento imaginé y tú,
agradecido, me miraste sin mirarme y lamiste mi mano.
Lo siento, de veras que lo siento... Pero me
levanté y te dejé allí, en una triste jaula, mientras la noche y el frío caían
y a mí se me helaba el alma.
Luego ya sabes, cogí el coche, llegué a casa y
sin pensarlo, sin querer pensarlo, encendí la tele y entonces oí esa frase que
me devolvió a ti... Sentir no da derecho a nada. ¡Qué gran verdad!
Tú y tus compañeros del albergue sentisteis el
más profundo, el más sincero amor por vuestros dueños pero... ¡vaya, mala
suerte! Sentir no da derecho a nada, solo a sentir... Sólo a morir de amor.