En los manuales de todos los ejércitos del mundo se explica, paso a paso, el protocolo a seguir para organizar militarmente un pelotón de fusilamiento. Consiste, el desagradable sistema, en elegir a siete soldados, cada uno provisto de su fusil reglamentario. Todas las armas son cargadas con balas auténticas. Todas menos una.
Existe un fusil que sólo lleva un cartucho carente de munición alguna. Así, seis son portadoras de una muerte segura y, sólo una, resulta inofensiva.
Existe un fusil que sólo lleva un cartucho carente de munición alguna. Así, seis son portadoras de una muerte segura y, sólo una, resulta inofensiva.
Sin embargo, nadie sabe quien lleva el arma cargada y quien no.
Cuando se da la orden oportuna. Todos apuntan y disparan sobre la pobre víctima elegida. Segundos más tarde el cadáver de una persona yace sobre el suelo.
Lo curioso, lo verdaderamente extraño, es que todos los que participan en el crimen se sienten inocentes.
El que condena, porque aplica la ley imperante en ese momento.
El que da la orden porque sólo grita y no dispara.
Y, lo más sorprendente, todos los que disparan porque acaban pensando que ellos llevaban el arma sin munición, aquella cuyo único fin era sólo hacer ruido.
Supongo que así consiguen convivir con sus conciencias.
Al fin y al cabo, el ser humano es también un animal, un ser capaz de lo mejor y de lo peor.
Somos la única especie que adopta otras.
El hombre acoge y cuida a animales como perros o gatos y les ofrece su casa y protección. Pero, también, es capaz de abandonarlos cuando se cansa de ellos.
Lo curioso es que, cuando llegan al albergue a dejarlos, ves como a menudo se repiten las mismas razones o excusas que hacen que el animal se quede entre nosotros y el dueño se marche con los suyos.
El hombre acoge y cuida a animales como perros o gatos y les ofrece su casa y protección. Pero, también, es capaz de abandonarlos cuando se cansa de ellos.
Lo curioso es que, cuando llegan al albergue a dejarlos, ves como a menudo se repiten las mismas razones o excusas que hacen que el animal se quede entre nosotros y el dueño se marche con los suyos.
Siempre la culpa es de los otros.
Unas veces son los padres, los hijos o la pareja los que no quieren al animal, los que les obliga a separarse de ellos. Otras, es el trabajo, el tiempo, la responsabilidad o la vida la que les hace deshacerse de sus mejores amigos.
Y, algunas otras, en el colmo, es al propio animal al que culpan de tomar tan dura decisión.
Es el perro que ladra mucho o destroza todo. Que ha crecido demasiado o, al contrario, que es excesivamente pequeño…
O, cuando se trata de un gato, es que araña, maúlla, juega o, por el contrario, simplemente, está muy quieto.
Siempre es culpa de otro, nunca nuestra.
Esta sociedad anclada en el yo, en la que mil veces cada día hablamos y pensamos de nosotros mismos y, cada vez menos de cómo se sienten los demás, está enferma.
Se encuentra en la UVI con pronóstico reservado. No asume culpa alguna y siempre son los demás los causantes de nuestras penas.
Sin embargo, lo peor, es que, sin saberlo, está llena de pelotones de fusilamiento capaces de disparar contra cualquiera, sintiéndose absolutamente inocentes… ¡Lástima!
Raúl Mérida