26/2/13

La vida





Hace algunos años, un profesor, me preguntó sobre el significado de una leyenda que le sucedió al genial pintor, Leonardo Da Vinci. 

La historia dice que cuando se le encargó la realización de una de sus más conocidas obras, "La última cena", se dedicó a recorrer el mundo entero buscando a aquellas personas que pudieran servirle como  modelos de todos los que se estuvieron junto a Jesús aquella noche. Uno a uno, los fue hallando e inmortalizando en su obra pero, al final, le faltaban los dos principales, debía encontrar el rostro de Jesús y el de Judas.
Una noche, Leonardo acudió al teatro, a una representación musical. De pronto, descubrió que entre los cantantes había uno, cuya cara reflejaba toda la bondad. Sus ojos eran limpios y su mirada sincera. Habló con aquel chico y comprobó que su forma de ser era como su rostro, su carácter como sus ojos o su mirada. Nada le pidió por posar. 

Aquella misma noche,  en el estudio de Leonardo,  Jesucristo, adoptó su cara para la eternidad. Sin embargo, seguía necesitando el rostro de la traición, el de Judas. Pasaron varios años sin que lo encontrara, hasta que una noche, andando por la calle, se encontró de golpe metido en una terrible reyerta. El protagonista de la misma era un mendigo lleno de harapos y suciedad. Su cara estaba repleta de cicatrices y surcos y sus ojos, echaban fuego e ira. Leonardo lo miró entusiasmado, por fin había encontrado en él a Judas. Le propuso modelar para su cuadro y tras acordar el precio, marcharon hacia el estudio. Una vez lo había pintado, el hombre le exigió ver la obra y Leonardo se la enseñó. Entonces, con un gesto de desprecio, le dijo que ya la conocía. 
     – ¿Cómo? Si  nadie la ha visto - le preguntó extrañado Leonardo. 
     – Yo sí - le contestó el hombre -, yo la vi hace tres años, cuando todo me iban bien y cantaba en el teatro, entonces tú me pintaste también, yo soy la cara de Jesús.


Albergue de animales. 
Navidades de 1999. 

Era un chico alto y fuerte, tendría entonces unos veintitantos años. Se acercó a verme, a hablar conmigo. Tenía un perro que alguien le había regalado y estaba como loco con él. Me contó que no había tenido nunca animales pero que le encantaban y que quería ofrecerle al suyo lo mejor. Me habló de su vida, de su familia, de su trabajo. Yo le expliqué algunos cuidados que no debían nunca faltarle a su perro y le ofrecí nuestra ayuda. En los días posteriores lo vi varias veces junto  a su perro, al que cada día encontraba más sano, más alegre y  feliz.
No volví a saber de él hasta que hace poco me llamó. Cuando lo vi me costó trabajo reconocerlo. Desde luego, habían pasado varios años y todos cambiamos, pero, no sé, él no parecía el mismo, ahora estaba mucho más delgado, más estropeado... Su mirada, aquellos ojos llenos de brillo, estaban ahora vacíos, como muertos, sin luz. Traía al perro consigo, también lo encontré delgado y triste, con los ojos hundidos y apenados. Le pregunté qué le había pasado y él, al cabo de unos segundos en silencio, comenzó a hablar.
     – Te he pedido que vinieras para que te  lo lleves y le busques lo que yo ya no soy, un buen dueño. La vida, los amigos... He cambiado tanto que ya no sé ni quien soy. Me enganché al blanco de la nada, me hice adicto a la muerte. Perdí mi trabajo, mi familia y ahora... -  señaló al perro con la mano - temo matarlo a él, matarlo a golpes un día de esos en los que no conozco a nadie, en los que ando "enmonao", ya sabes... No quiero hacerle daño, él es tan inocente, tan bueno...- se echó a llorar y se marchó.

Recogí en brazos al perro y me fui hacia el albergue. Por el camino recordé la leyenda y la pregunta de aquel profesor a la que nunca contesté y entonces, entonces lo comprendí todo, pero ya daba igual, hubiera seguido sin poderle contestar, sin decirle nada, porque yo aquella tarde también, como aquel chico, sólo podía llorar.