Estaba
comiendo con un amigo, más que amigo hermano, hablando de todo un poco, de esas
cosas de la vida sin importancia que al fin y al cabo, a menudo, son las que
más la tienen, cuando de pronto, me contó esta historia.
- ¿Sabes?,
pasó hace mucho tiempo, yo tendría diez u once años. Por aquel entonces
teníamos en el campo, en casa de mis abuelos, al norte de la provincia, dos
perros preciosos, grandes y cariñosos. Se llamaban Mina y Tino. Me pasaba la
semana esperando a que llegara el viernes
para poder reencontrarme con ellos.
Un
día llegó por allí otro perro y mi abuelo le abrió la puerta y le dejó pasar.
Enseguida hizo buenas migas con los otros, debieron llegar al acuerdo de que a
partir de entonces serían tres, tres para comer, jugar y sobre todo, para
compartir la vida con nosotros.
Pero,
pronto descubrimos que nuestro nuevo amigo escondía secretos y sorpresas, entre
otras, su enorme facilidad para desaparecer, parecía magia, era capaz de
escaparse del campo una y otra vez y volver cuando le apetecía, fíjate que, al
final, le llamamos Mago. Lo malo, era que
ya no lo hacía solo, siempre le
acompañaban en su huida los otros dos.
Recuerdo
perfectamente a mi pobre abuelo intentando descubrir por que lugar habían
conseguido esta vez salir. Al principio nos hacía gracia, era divertido verle
protestando, mientras los perros jugando, se escapaban de nuevo.
Sin
embargo pronto empezaron los problemas. Nuestro vecino comenzó a protestar de
los perros, a gritarnos, a insultarnos y, y también a amenazarnos.
Un
día llegué a casa y me encontré a mi abuelo triste. Me dijo que hacía dos días
que no sabía nada de los animales. Se habían marchado y no habían vuelto. Yo
empecé a llamarles como lo hacía siempre, silbando. Estuve todo el día
buscándolos. Al día siguiente igual. A la semana siguiente igual... Seguían sin
aparecer pero yo continuaba llamándoles, silbando solo por el campo. Durante
seis meses estuve buscándolos.
Un sábado por la mañana me marché una vez más a recorrer los alrededores. Andaba despacio, parándome, llamándoles, silbándoles...
Entonces,
desde una de las casas cercanas una vecina me llamó.
- ¡Ven, acércate! Yo he visto a tus perros - el
corazón me dio un vuelco y corrí hacia ella. Pensé que por fin los había
encontrado. Me dijo:
- Lo siento, lo siento pero tus perros ya no están... Una
mañana pasaron por aquí delante jugando y se metieron en casa de tu vecino.
Después escuché tres tiros y como, tras cada uno de ellos, se oía el grito
sordo y seco de Mina, de Tino y al final de Mago... Desde entonces, los he escuchado muchas
veces, han retumbado en mis oídos los gritos y el sonido de aquella escopeta
asesina. Pero, últimamente, lo que más daño me hace es oírte gritar sus
nombres, sentir tu silbido... He llorado tantas veces viéndote buscarlos...
No
pude contestarle, ni siquiera le di las gracias, sólo me di la vuelta y llorando me marché...
Nunca
se lo conté a nadie. Durante mucho tiempo dejé de ir al campo. Hasta que un
día, decidí comprar tres semillas de árboles, de árboles que crecieran mucho,
que fueran fuertes y bonitos, como lo eran mis perros y las planté y las cuidé
como si los cuidara a ellos.
Hoy
ya son árboles enormes que han conseguido que desde la ventana de mi habitación
no vea el campo del vecino donde un día mataron a mis perros. Para muchos que los vean, solo son tres árboles, ya ves,
sólo tres árboles que tienen nombre de perro: Mina, Tino y Mago.
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