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Un mundo de olores

15 de noviembre del año 2000

Ciega, sorda y sola, completamente sola. Así apareció un buen día oliendo la humedad de una esquina callejera de Alicante.

Nos llamaron por teléfono. Eran los vecinos de aquella zona. Nos dijeron que había aparecido una perrita muy extraña. Pequeña, de color canela, con los ojos muy redondeados y abiertos. No se movía, ni un gesto, ni un ladrido. Nada. En silencio y concentrada, permanecía inmóvil oliendo el agreste tacto de una pared. Todos la miraban extrañados. Se preguntaban el por qué de aquel comportamiento. Al final uno dijo, “está enferma, se está muriendo”, “ha perdido la cabeza”, dijo otro. Y acudimos a buscarla. 

Cuando llegamos no se había movido del sitio. Seguía igual, oliendo. Ahora su olfato y mirada perdida se dirigían al cielo. Movía su morrito insistentemente. Parecía querer atrapar cada minúsculo halo de olor, cada fragancia. Mientras tanto, unas gotitas de agua, repletas de olores lejanos, resbalaban por su naricita camino del suelo.
La llamamos: "¡Oye, vamos, ven aquí, vamos cariño, vamos!". 
Ella siguió igual, ni siquiera nos regaló el gesto de una mirada. Simplemente, volvió a oler de nuevo. Entonces comprendimos. Estaba sorda, sí, y ciega también. Vivía aislada en un mundo en que sólo cabían olores.
Pensé : "Dios ¿cómo han podido abandonarla así?" Era incapaz de andar, de dar un solo paso en aquella jungla de coches, de prisas y miedos. Sí, abandonándola así, la habían condenado a morir.

Le ofrecimos el olor de nuestra mano, del aire de nuestros susurros en su cara. Luego, lentamente, resbalamos nuestra mano por su lomo y acariciamos todo su cuerpo. No queríamos asustarla, sólo convencerla, poco a poco, de que nuestros brazos olían a hogar, a amistad, a protección.
Al principio, se mostró recelosa. Intentó apartarse y acabó tropezando con los pies de un compañero. Así que decidimos agacharnos y cogerla en brazos.

La llevamos al albergue y la dejamos en la recepción. Allí se puso a olfatear todo. Olió a los otros animales, olió los muebles, las mesas, las sillas y nos olía a cada uno de nosotros. Luego olió las paredes, las luces y también las distancias. Ahora vive en cada rincón del albergue de animales. No. No ve, no oye y sólo olfatea. Por eso, cuando la veo que vive en un mundo sólo de olores, me gustaría preguntarle: ¿A qué huelo, a qué huelen mis manos, mis pasos, mis silencios y mis palabras? ¿Y los ruidos...? Mis lamentos ¿a qué olerán mis lamentos? ¿Y el albergue?. ¿a qué huele el albergue?, ¿a qué los gritos desesperados de los otros perros?, ¿a qué el adiós de sus antiguos dueños? ¿Y los aullidos?, ¿a qué huelen los aullidos? ¿A qué la tristeza y la soledad? ¿A qué la humedad de una fría jaula? Y el abandono, ¿a qué demonios olerá el abandono?

Al día siguiente de publicar esta historia ella fue adoptada