Estábamos todos muy impacientes. Buscábamos cualquier excusa para acercarnos a su jaula y ver cómo se encontraba. Sabíamos que estaba apunto, que el parto no podría tardar mucho en llegar.
De nuevo me acerqué al pequeño dormitorio que le habíamos preparado, allí estaba ella recostada sobre una colchoneta repleta de mantas. Entre ellas se había construido un pequeño nido, sobre el que ahora reposaba.
De nuevo me acerqué al pequeño dormitorio que le habíamos preparado, allí estaba ella recostada sobre una colchoneta repleta de mantas. Entre ellas se había construido un pequeño nido, sobre el que ahora reposaba.
Me miró y yo le pregunté qué tal iba todo, qué tal estaba, mientras le saludaba acariciándole su cabeza. Resignada, estiró su cuerpo ofreciéndome su barriga para que sobre ella, deslizara mi mano y cerró los ojos.
Mientras la acariciaba, recordé cómo había llegado al albergue, cómo la encontraron en un garaje del centro donde se había refugiado después de ser abandonada. Seguramente sus dueños no querían ayudarla ante el parto que se avecinaba y decidieron que fuera la calle quien hiciera las veces de partera.
Ahora estaba más relajada, parecía haber dejado atrás el nerviosismo del principio, el desasosiego de sentirse abandonada y sola. Así que decidí dejarla tranquila y después de arroparla, me marché de nuevo. Había que esperar. Pasaron varias horas y nada, parecía que nunca iba a llegar el momento.
Mientras la acariciaba, recordé cómo había llegado al albergue, cómo la encontraron en un garaje del centro donde se había refugiado después de ser abandonada. Seguramente sus dueños no querían ayudarla ante el parto que se avecinaba y decidieron que fuera la calle quien hiciera las veces de partera.
Ahora estaba más relajada, parecía haber dejado atrás el nerviosismo del principio, el desasosiego de sentirse abandonada y sola. Así que decidí dejarla tranquila y después de arroparla, me marché de nuevo. Había que esperar. Pasaron varias horas y nada, parecía que nunca iba a llegar el momento.
Al final decidimos acercarnos a ver qué ocurría, quizás necesitara nuestra ayuda. Entonces cuando entramos en su jaula, en el dormitorio que le habíamos preparado, no la encontramos. Buscamos tras las mantas, por todas las esquinas y nada, no estaba. Había desaparecido.
De pronto, comenzamos a sentir la humedad de unas gotas de agua que caían del cielo, podía haber sido la lluvia, pero claro, allí había un techo. Miramos todos a la vez hacia arriba y allí estaba ella, sobre una viga recostada, llorando. Sí, llorando, las lágrimas corrían sobre sus ojos y se deslizaban cayendo al vacío.
He visto llorar a muchos animales, pero nunca había visto hacerlo un gato. Los perros lloran como es su carácter, en compañía, gritando su dolor abierto al aire..., pero aquella gata lloraba en silencio. Era como una de esas tristezas que se te instalan en el corazón y se convierten en lágrimas sin poder evitarlo. No, no quieres llorar, pero no puedes hacer nada para controlarlo. Así lloraba ella.
Sí, había parido, pero sus cachorros habían nacido todos muertos. La ansiedad, el estrés y todo lo vivido en los últimos días, había traspasado las fronteras de su corazón y como un veneno mortal, se había instalado en el de sus pequeños. ¡Qué verdad es eso de que, a veces, la pena mata!
Como pudimos, bajamos a aquella preciosa gata del techo, que se instaló enseguida en nuestros brazos y nos la llevamos con nosotros a la recepción.
Allí, envuelta en una manta, siguió llorando y llorando y por eso, por eso la llamamos Lágrimas.
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Raúl Mérida