Apenas cinco o seis gatos conforman la gran familia que, desde hace años, viven en el cementerio de Alicante. Ni uno más ni uno menos.
Por eso, podrían parecer pocos y de hecho, lo son. Sin embargo, para aquellos a los que molestan, al parecer, el número se convierte en una cifra infinita que los lleva en un sin vivir. No me extraña, al fin y al cabo, se trata del cementerio.
Y, por supuesto, no, las protestas no provienen de aquellos seres cuyos restos descansan para siempre enterrados entre flores, mármoles y recuerdos. Esos, como pueden imaginarse, no dicen, literalmente, ni pío.
Son más bien algunos otros, vivos y muy vivos, los que llevan mal eso de que, en un cementerio donde habita la muerte, haya algo de vida.
Y digo yo: ¿Qué mal pueden hacer media docena mal contada de mininos? ¿Que hacen caca allá donde no deben? Pues, seguro... Ellos, los pájaros, las ratas, las ranas y hasta los humanos si el deber nos aprieta y una mala comida nos la juega.
En fin que, puede ser y, en su nombre, les pido solemnemente disculpas por ello.
Pero, sinceramente, no creo que sean precisamente los gatos los que molesten a aquellos que allí descansan. Más bien se me antoja lo contrario.
Me imagino el aburrimiento eterno de todos nuestros familiares desde sus tumbas. El hastío, la soledad y el frío de las losas que los rodean. ¿No creen que si realmente algo se cuece desde sus encierros, se alegrarán de poder disfrutar de los juegos y carreras de tan alegres vecinos?
Por otro lado, a aquellos que visitamos a los nuestros allí enterrados, ¿qué molestia nos pueden ocasionar?
Piénsenlo. Además, no olviden que los gatos nos evitan la presencia de serpientes y roedores, tan comunes en sitios donde abunda el secano y el olvido.
Y, en todo caso, no me digan que no es un aliciente contemplarles, verlos tan inocentes como irreverentes, plácidamente tumbados sobre las plantas que adornan la tumba de aquel que, en vida, fuese tan serio o, por ejemplo, encontrarlos acurrucados bajo las placa que anuncia la muerte de aquel otro que, curiosamente, durante toda su vida siempre odió a los animales… Y no, no se preocupen en demasía por otros daños colaterales, les aseguro que el que fuera en vida alérgico a ellos y, ahora por desgracia yazca allí, no soltará estornudo alguno.
Sin embargo, por el contrario y bien mirado, sí es posible que esos niños que, por cierto, dentro de poco se verán envueltos por la fiesta de Halloween, les apetezca visitar el campo santo si saben que allí, además de sus seres queridos, hay gatos que les entretienen con sus juegos, divertimentos y carreras… En fin, todo suma.
Por eso, cuando me llegan noticias de alguna persona que se dedica, en nombre de Dios y la ley, a tirar la comida y cuanto cuenco de agua aparece ante sus ojos para abastecer a, tan escasa, controlada y esterilizada, población de gatos, y, encima, cuando, además de lo anterior y, siendo el asunto ya de por sí cruel con los animales, amenaza con múltiples denuncias a las pobres personas, la mayoría por cierto ancianas, que acuden a ver a sus difuntos y, ya de paso, contribuir con un poco de pienso y agua a mantener dicha colonia… pues ¿qué quieren que les diga? Supongo que, lo lógico ante tal caso, sería que la rabia diera paso al enfado y el enfado a la ira… Pero, fíjense que no, que por encima de todo lo anterior, el asunto me produce una profunda pena.
Sí, pena por los pobres animales que nada hicieron para recibir dicho trato. Pena por las personas que con todo su amor los cuidan… Y, pena también, por aquel que les tira la comida y el agua, porque, desde luego, lo que es seguro es que él jamás podrá descansar en paz.
Raúl Mérida