27/3/13

Libre


Nos avisaron y fuimos. Nada distinto a tantas otras veces... ¿O sí?
Un perro viviendo en un balcón es, desgraciadamente, algo relativamente frecuente en un país donde el maltrato hacia los animales algunos consideran que es un derecho del dueño sobre éste. ¡Cuántas veces he escuchado eso de que: "El perro es mío y hago con él lo que quiero"! 
Bajo ese lema viven muchos animales en nuestro entorno más o menos cercano. Perros y gatos atemorizados que, cuando te acercas a ellos, sólo saben esconder su rabo entre las patas y temblar de puro miedo. 
Parece resultar inútil, en todos esos casos, explicar a algunas personas que tenerlo sólo da derecho a cuidarlo, que comprarlo o que te lo regalen sólo genera deberes y, eso sí, multitud de satisfacciones.

Claro que, como en esta vida siempre se puede dar un paso más allá, aquella llamada pidiendo auxilio lo daba y no precisamente en un sentido positivo.

Les sigo contando. 
Eran las cuatro de la tarde cuando llegamos hasta la vivienda. Miramos hacia arriba y allí estaba. Era un chucho callejero, poco pelo y muchos huesos, de pequeño tamaño. El sol calentaba de lleno su cabeza. Sólo algún gemido parecía salir del mismo
     -   ¡Qué raro! - pensé - ¿Por qué no se protege en alguna esquina?
Subimos hasta el piso y llamamos a la puerta. Un chico nos abrió. Preguntamos por el animal y nos dijo que, sí, que tenía un perro, pero que ya no lo quería. <<¡Menos mal!>> pensé. La verdad es que a lo largo de estos años ha habido dos sentimientos que se han mezclado en mí continuamente y que, a primera vista, podrían parecer contradictorios, pero, no lo son. 
Por un lado está aquel que me impulsa a buscar una familia o un dueño a todos los animales abandonados que encontramos. Por otro, aquel por el que querría dejar sin dueño a todos aquellos perros y gatos que tienen alguno que, por cómo los maltrata, no merece serlo.

Aquel día, al ver cómo vivía aquel pobre animal, me alegré de que pudiera decir adiós a aquella casa y tener la oportunidad de encontrar una nueva.
Salimos al balcón. Estaba solo, sucio, hambriento y encima, atado. Sí, encadenado a una barandilla que le impedía moverse. La cuerda suficiente para poder tumbarse, llegar al plato vacío de comida y al cuenco sin agua. Ni un centímetro más.
Soltamos rápidamente al animal y lo sacamos de allí en brazos. No hubo despedidas. Ninguna palabra. Ni siquiera nos trajimos de allí su nombre que quedó, como su anterior vida, olvidado para siempre. Pero, eso sí, estrenó desde ese mismo instante uno nuevo: Libre... porque libre estará ya para siempre de cualquier maltrato, de vivir en un balcón, de sentir su cuerpo atado o, simplemente, de pasar hambre y sed.


Raúl Mérida