3/4/13

Aprendiz de feliz


Lo reconozco. Yo veo Bob Esponja. Dicho esto y, antes de que nadie salga huyendo ante la afirmación anterior, quiero compartir con ustedes la temática de uno de los capítulos de dicha serie. Se quejaba el bueno de Bob de que se había pasado varias semanas sin sonreír y que, como consecuencia de ello, se había olvidado de cómo hacerlo.
Todos los días me encuentro a personas que llevan tanto tiempo sin sentirse alegres que se han olvidado de en qué consistía el asunto, personas que perdieron su risa y sonrisa entre los problemas del día a día y que ya no saben ni cómo se hacía.
La universidad de Pensilvania, en Estados Unidos, una vez hizo un curioso experimento. Comprobaron cómo si durante unos minutos las personas mantenían un lápiz sujeto por la boca, entrando por una comisura de los labios y saliendo por la otra, el simple hecho de que dicha postura simulara una sonrisa forzada ayudaba a provocar la misma. Es decir que, según estos investigadores, simular de forma artificial una actitud feliz, aunque nada la produzca, acaba generando felicidad de forma natural y real. Eso, al menos, dicen ellos.
En el mundo de los animales la tristeza también hace estragos. He visto a monos perder para siempre la alegría si ha muerto algún miembro cercano del mismo clan. Y ya ni les cuento si es un hijo o su pareja, entonces llegan a veces, incluso, a morir de pena. 
¿Y qué decir de los perros y gatos que son dejados a su suerte en cualquier esquina de la ciudad?
Ya ven, antiguamente creían que los animales no podían sentir como lo hacen los humanos. Pensaban entonces que la risa o la tristeza era una diferencia clara que marcaba la frontera entre unos y otros. 
Hoy en día no se podría mantener dicha afirmación. Los animales tienen un lenguaje propio. Quizás su risa no esté llena de carcajadas, pero ellos la manifiestan a su manera. O puede que su tristeza no conlleve siempre lágrimas, pero cuando la sienten se les encoge exactamente igual el corazón que a cada uno de nosotros.
Por eso, cuando conoces a tantos y tantos animales abandonados que dejaron olvidadas sus risas en vidas anteriores siempre te da miedo que ya no sepan cómo hacerlo. 
Pero la verdad es que el temor dura lo que tarda en llegar alguien al albergue y adoptar a uno de ellos. Compruebas entonces que siempre ocurre igual. Primero comienza tímida y desconfiadamente a moverle su rabito de lado a lado. Y, al final, casi sin quererlo, acaba siempre llevándoles la alegría y regalándoles, a la que será su nueva familia, su primera sonrisa. 
Y es que ellos, para conseguir ser felices, no necesitan simular nada, sólo querer y sentir que les quieren. Claro que, en eso, todos somos iguales.


Raúl Mérida