13/10/14

El poder de una mirada

Cuando escuchó el sonido de la puerta de casa al cerrar, algo dentro de él, irremediablemente, se rompió para siempre.

Los minutos anteriores habían sido trepidantes. 
Su dueño, un hombre mayor lleno de achaques, se encontraba mal desde la noche anterior. Había intentado aguantar el malestar. Recurrió al arsenal de pastillas que cada día se tomaba pero, nada le hizo efecto. El fuerte dolor del brazo le pasó a la espalda y, desde allí, directamente al corazón.
Fue como si una flecha atravesara su cuerpo. 
Como pudo marcó los nueve números que le separaban de una ambulancia y,aguantó hasta que llegaron, sentado en una silla junto a la puerta.
Su perro se acostó a sus pies. Le miraba entre triste y preocupado. Servicial, como buen perro, estaba atento a cualquier cosa que pudiera necesitar su dueño.
Once minutos más tarde ya estaba allí la asistencia. 
El animal, como si supiera todo lo que estaba pasando, se escondió para no molestar. El hombre fue atendido allí mismo. Medicado, entubado, monitorizado… Lo tumbaron sobre una camilla. Desde el suelo miró a su perro y su perro le miró a él. Después  se lo llevaron para siempre. Nunca más volverían a verse. Supongo que la vida no siempre permite las despedidas.
Y aquel perro se quedó solo. 
¿Se imaginan como pasó las siguientes horas? Las primeras cuatro, olisqueó toda la casa. Las siguientes ocho, le buscó constantemente. 
Sonó seis veces el teléfono y las seis él contestó ladrando al sonido del aparato.  Llamaron tres veces a la puerta y las tres intentó abrir arañando la madera.
Y siguieron pasando las horas… 
Se agotó la comida y el agua de su cuenco.  Dejó de distinguir el día de la noche, la mañana de la tarde. 
Así, hasta que un vecino que lo oyó nos llamó. 
Llegamos con la policía y con los bomberos y, por fin,  pudimos sacarlo de allí. Aún recuerdo sus ladridos al vernos, sus lametazos al cogerlo, la alegría de su cuerpo… Pero, sobre todo, hay algo que nunca he olvidado. Tras la algarabía inicial, tras las fiestas y sus movimientos de rabo de lado a lado, de pronto, aquel perro se quedó quieto y me miró fijamente. No hubo más alegrías. Fueron unos segundos eternos.
Sé que los perros no hablan con palabras pero, también sé que lo hacen con miradas y con ese lenguaje infinito e invisible que les unen siempre a nosotros y juraría que, en ese mismo instante, recordó a su dueño y  me preguntó por él. 
Yo con mis ojos y mis palabras de humano, torpemente, como pude, sin querer hacerle daño, le dije que se había marchado para siempre.
Entonces su mirada se puso profundamente triste. Bajó los ojos al suelo. Lamió mi mano. Me dejó ponerle una correa… Y nos fuimos de allí caminando.
Los dos sabíamos que, a partir de ese momento, su vida nunca volvería a ser la misma.


Raúl Mérida