Madrid. Miércoles 8 de octubre.
<<Hace días que no sé nada de mis dueños. Olisqueo la cama, el sofá, la ropa… Están todas sus cosas, sí, pero, ellos no están ¡Los echo tanto de menos!
Sé que mi dueña marchó al hospital. Oí el sonido de la ambulancia que se la llevó. Estaba mal. Lo sé. Lo siento. Llevaba días enferma. Apenas se acercaba a mí.
Menos mal que, al principio, mi dueño se quedó a mi lado aunque duró poco, un mal día él también se fue. Creo que no tuvo más remedio. Llenó la bañera y varios cubos de agua y pienso y se despidió de mí.
Desde entonces, desde entonces aquí me quedé yo solo, esperándoles.
Es duro, muy duro. Los días pasan como si fueran meses… Ya no sé qué pensar.
A veces, me asomo al balcón y ladro al aire por ladrar, por gritar mi desesperación. Lo extraño es que la calle siempre está llena de gente que me mira cuando salgo. No sé qué pasa. Intento, en la distancia, distinguir entre todos ellos a algún conocido pero, no reconozco a nadie. Es curioso pero, sólo huelo en ellos el miedo.
Quizás sea porque hace días que todo me huele a miedo, a terror, a pánico. Nadie se acerca a mi casa. Nadie toca el timbre de la puerta. Nadie me llama…
Pero, un momento, nadie hasta ahora… ¡No puede ser! ¿Qué ocurre? ¡Hay alguien en la puerta! ¡Por primera vez se acerca alguien!
Oigo ruido, sí. Estoy nervioso. Salto. Ladro. Mi rabo se vuelve loco de alegría… ¿Será mi dueño? ¿Quizás, sea ella?
Corro hacia la puerta. Ya veo la manivela girar… ¡Por fin se abre!
Pero… ¿Qué ocurre? ¿Quiénes sois?
Hay varias personas en la entrada. No las conozco. Visten de blanco. No tienen cara ¿Cómo puede ser? Sus ojos son gafas, su boca es tela. No huelen a nada.
Mi rabo se esconde entre mis patas. Tengo miedo. Hundo mi cabeza. Me enrosco sobre mí mismo de puro pánico… Les miro de reojo. Me llaman por mi nombre ¿Cómo lo saben?
Yo, como buen perro, ante sus llamadas, me arrastro hasta ellos clavando mi morro en el suelo. Ellos ni me tocan siquiera. No se inmutan. No hay caricias ni palabras cariñosas. Hablan entre ellos pero no les entiendo. Me cogen con un lazo y, al vuelo, me meten en una urna de cristal y, rápidamente, cierran la puerta.
Yo ni me muevo. Me quedo quieto. Intento tranquilizarme. Pienso: ¡Nada malo ha de pasarme! Sólo soy un perro. No hice nada malo… ¿Quién sabe? Igual hasta me llevan con mis dueños.
Y por fin, sin apenas fuerzas por los nervios, me acuesto sobre el suelo de aquella fría caja, desconfiado pero, resignado a mi suerte.
Bajamos en el ascensor. Lo he hecho miles de veces a lo largo de estos años pero, hoy todo es distinto.
Intuyo que nada volverá a ser igual.
Ahora, veo la calle donde tantas veces paseé. Ya estamos abajo.
Intuyo que nada volverá a ser igual.
Ahora, veo la calle donde tantas veces paseé. Ya estamos abajo.
La caja no me permite oler pero, sí oír y, de nuevo, oigo mi nombre. No puede ser, cientos de personas me llaman… ¿Todas ellas me conocen? No me suenan sus voces.
Me meten deprisa en una furgoneta. El vehículo arranca.
Desde dentro les ladro a todos los que me llaman desde fuera. No sé si me oyen pero, en el lenguaje universal de los perros, les grito: ¡No me dejan salir amigos! ¡Esperadme que volveré pronto!
Siento, desde dentro, como la furgoneta se aleja a toda velocidad. ¿Dónde me llevarán? ¿Tardaré mucho en volver? ¿Qué querrán de mí?, me pregunto.
No lo entiendo. ¿No os estaréis confundiendo? - le ladro al conductor - ¡Soy Excalibur! ¡Sólo soy un perro!>>.
Excálibur fue, finalmente, sacrificado en Madrid. No se le hicieron pruebas. No se le hicieron analíticas. El miedo del humano venció a la razón y a la ciencia. Nadie le perdonó. Excálibur había cometido un <<grave delito>> y debía pagar por él: se había entregado cada día a una persona que, a su vez, se entregaba a los demás… ¡Pobre animal!
¡Descanse en paz!
Raúl Mérida