Había jurado y perjurado que no me bañaría. La jornada soleada engañaba. Un airecito fresco alejaba de mí cualquier tentación de ir a la playa.
El día pasó y llegó la noche y, con ella, mi teléfono se llenó de llamadas. Un delfín varado se había instalado en la playa de Arenales.
La verdad es que, desde hace algunos años, existe un temor muy extendido entre los expertos de que, un verano de éstos, un número importante de delfines se acerquen a la costa. La altísima contaminación y el calentamiento global del planeta los está, literalmente, echando del agua. Llegan a la costa enfermos, derrotados, sin fuerzas para luchar contra la corriente. Son, en su mayoría, delfines listados, aquejados de virus, infecciones y altas fiebres.
He estado junto a muchos de ellos durante los minutos previos a poder ser rescatados. Son animales de piel suave, respiración agitada y cara simpática que, poco a poco, se tranquilizan según les ayudas, pero para los que la única esperanza es un rescate rápido que los traslade a un lugar seguro. Sin embargo, a menudo, hasta eso se les niega.
El delfín del domingo llegó a la playa a eso de las ocho y media de la tarde. A esa hora se dio aviso a los servicios competentes en materia de cetáceos. Pasada la una de la mañana llegaban al lugar. Hasta entonces, cinco horas después, sólo acompañamos a aquel pobre delfín, al que, por cierto, alguien que estaba allí bautizó como "Arenales", unos socorristas de DYA, vecinos de la zona, Policía Local de Elche y la Protectora de Alicante.
Supongo que a los organismos competentes en la materia les resultaba difícil acudir antes. Me imagino que el número de animales que aparecen varados no es suficiente como para tener un organigrama permanente mejor montado y, sobre todo, más rápido. Un servicio, por ejemplo, que no tenga que venir desde Valencia, sino que pueda tener sedes cercanas en cada provincia, tal y como, por cierto, existía antiguamente.
Está claro. Es sólo un delfín, y de vez en cuando. Sin embargo, qué quieren que les diga, no será fácil para ninguno de los que estuvimos allí olvidar la cara de aquel pobre animal pidiendo ayuda, el olor de su respiración, el tacto de su piel. Y sí, puede que sólo sea uno, pero les aseguro que es una cifra infinita para el mar y, también, para cada uno de nosotros.
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Raúl Mérida