¡Burro, burro!, me gritan cuando paso. ¡BURRO!, cuando la gente quiere que me acerque a ellos, cuando quieren tocarme y ¡BURRO, BURRO! también me llaman cuando quieren insultarme o simplemente reírse de mí.
Se equivocan, no me molesta, al revés, me encanta, claro que... bueno, al fin y al cabo, es lo que soy, un burro, un auténtico burro.
Mi cuerpo, ¿a qué engañarnos? Ya sea por el paso de los años que, día a día, ha ido dibujando un arco iris de cicatrices en mi piel, quien sabe si por el transcurrir de la vida que tampoco me ha tratado muy bien o, simplemente, simplemente por el paso sobre mi lomo de tantos y tantos dueños, dueños que me hicieron conocer al hombre, al hombre de verdad, sin tapujos ni engaños, al que me mostró la peor cara del ser humano, aquella que una vez que la descubres, te impide estar de por vida al lado de uno de ellos sin miedo, sin que todo tu cuerpo como el cuero de un tambor golpeado, tiemble al notar que se acerca...
Pues bien, como os decía, mi cuerpo, mi cuerpo está roto, sí, completamente roto. Cuatro patas deformadas, abiertas, desencajadas. Un morro alargado, sin apenas pelo, con heridas y eso sí, adornado con dos buenas orejas, también, muy grandes, enormes y hermosas, ya se sabe, seguramente, para aquello de oírlo todo mejor.
Sin embargo, lo que más me gusta no es oír, no, lo que de verdad me gusta es mirar, sí, mirar, fijar mis ojos, mis negros y profundos ojos en la vida y mirar y mirar. ¡Cuántas cosas se pueden descubrir mirando...!
Mirando descubrí el vacío, el vacío de las personas que no tienen nada, que por no tener, ni siquiera tienen algo en que creer... Gentes sin futuro, ni presente y con un pasado al que intentar olvidar... Pasé por muchos de ellos, me vendían, me compraban. Todos me pegaron alguna vez, sí creo que yo era como su terapia. Me golpeaban por la discusión con el vecino, con su mujer...
Me pagaban por lo que no querían decir y dijeron y sobre todo por lo que les hubiera gustado decir y se callaron. ¡Pobres gentes! Maltratadores, maltratados...
Mirando conocí también el hambre, la vi venir una mañana de la mano de mi dueño y se ve que le gusté, porque se quedó a vivir conmigo. Cambiaba de propietario pero nunca me la quitaba de encima, siempre estaba ahí, a mi lado y yo... yo intentaba combatirla buscando la hierba más agazapada. En fin, durante aquellos años comí de todo, claro que tampoco había nada.
Mirando también descubrí un buen día, otro mundo, fue al llegar al albergue. Cuando lo daba todo por perdido, de pronto, descubrí cariño, buen trato, amor, cuidados... Aquí, conocí a otros animales que como yo, también tenían mucho que perdonar, que olvidar, e incluso, conseguí acercarme a algunos hombres sin miedo pero, sin fiarme demasiado, al fin y al cabo, también aquí veía, veo cada día a personas que abandonan a sus animales, que los maltratan, que los alejan de su lado sin importarles sus sentimientos, sin importarles su vida.
Por eso, yo que todo lo miro desde mi silencio, que entiendo y comprendo los ladridos o maullidos de otros animales, a veces me gustaría poder hablar, sí, poder gritar, que mi rebuzno por unos instantes se convirtieran en palabras y que de una vez por todas todos entendieran que cuando me llaman "¡BURRO, BURRO!" siempre pienso: Sí, bueno... BURRO, sí, no me importa, mientras no me llamen HUMANO...
Raúl Mérida
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