22/5/13

Sin nombre

Existe un acuerdo no escrito en los medios de comunicación por el que no se debe publicar noticia alguna relacionada con los suicidios. Se intenta evitar, así, el efecto llamada. Un exceso de noticias de este tipo, se piensa, podría aumentar el número de los mismos. 
Sin embargo, las cifras nos golpean una y otra vez. 
Más de tres mil quinientas personas se suicidan cada año en España. Es ya una de las tres causas principales de muerte. Pero no hay campañas de publicidad que alerten del peligro. Se silencian cifras y nombres. El olvido los acoge a todos. 

Se llamaba Angélica. La conocía por la protectora. Tenía todo lo que alguien de su edad podía querer tener, pero se sentía sola, completamente sola. Era esa soledad la que le llevaba tantas veces al miedo y del miedo al dolor y del dolor a no querer salir de casa y de no querer salir de casa a la soledad, y vuelta a empezar.
Hizo de su cama una trinchera y de su habitación todo su mundo. Vivía, mejor dicho, moría cada día en un piso enorme con vistas al mar. Un absurdo para alguien como ella que, por enfermedad, sólo sabía mirar hacia dentro. 
Tenía un perro, un chuchillo viejo encontrado en la calle, al que nunca llegó a ponerle nombre. Pese a ello, "Sin nombre", día a día, supo demostrarle que cuando alguien dijo aquello de que "El perro es el mejor amigo del hombre" estaba pensando en él. Pero no fue suficiente. Los problemas le pesaban a Angélica más que las soluciones. Y un mal día decidió parar el tiempo. 
Se despidió de su perro, de la vida y dejó una nota: "¡Por favor, cuídenlo! Él es otra víctima igual que yo". 

Siempre he oído que hay quien dice que suicidarse es cosa de cobardes. Otros afirman lo contrario, que es de valientes. Supongo que es, sobre todo, una cuestión de sufrimiento, de no ver más puerta abierta que aquella que te conduce a la nada. En fin, no sé.
A "Sin nombre" lo recogimos una mañana. Nos avisaron y acudimos a por él. No se movía, sólo temblaba. Estaba acurrucado a los pies de la cama, convertido, sin quererlo, en testigo mudo de toda aquella tragedia. 
Me imaginaba los últimos momentos de Angélica cuando su vida calló para siempre. Pensaba en el sufrimiento y también en el silencio que debió envolver aquel final. La verdad es que nunca olvidaré aquella casa, al fin y al cabo, supongo que el dolor que produce el final evitable de una vida es siempre, absolutamente, infinito.



Raúl Mérida