Ocurrió en Alicante hace sólo unos meses y, hasta hoy, he guardado su historia junto a otras muchas que, a partir de ahora, cada semana iré compartiendo con ustedes.
Llevaba dos años sin salir de casa. Sin decir "¡Hola!" ni "¡Buenos días!" Sin sonreír por nada ni a nadie. Sólo, absolutamente solo. Sin dar un beso, sin dar la mano, sin sentir el olor de un árbol ni la sensación del viento sobre su cara.
Supongo que la soledad cuando uno la decide voluntariamente no duele tanto pero, pese a ello, al final cansa, desgasta y mata.
Y, así, Enrique, un hombre mayor de setenta y tantos años, un día decidió acabar con todo. No hubo lágrimas ni lamentaciones. Encendió el horno de su casa y, simplemente, lo abrió. Cerró los ojos y comenzó a aspirar el veneno del gas como si fuera un mágico elixir.
Sólo la llamada de socorro de un vecino le salvó. Los bomberos acudieron y el SAMU lo ingresó inconsciente en el hospital.
Cuando abrió los ojos no sabía si aquello era el famoso cielo del que tanto había oído hablar o, quizás, el temido infierno. No tardó mucho en descubrir la realidad.
Unos días más tarde ya estaba de vuelta en casa pero, esta vez, sin quererlo ni buscarlo, en contra de su voluntad, lo habían incluido en un plan de control, una medida de seguridad para su bien. Una asistente social iría todas las semanas a verlo.
Fue así como María llegó a la vida de Enrique… Sin embargo, no sería fácil que él la dejara entrar.
Seguía encerrado tras los muros de una vida que no entendía ni quería. Así que ella tuvo que usar toda la munición disponible para casos complicados y, poseedora de un perro y sabedora de los beneficios que reportan éstos, me llamó y me pidió ayuda.
Al día siguiente, a la diez en punto, tal y como habíamos quedado, estaba yo con Luna bajo el brazo, llamando a la puerta de Enrique.
Él me abrió. Me estaba esperando. María le había hablado de mí. No hubo sonrisas por su parte ni saludos afectuosos. No eran necesarios.
Me señaló a la perra y se la presenté.
─ Se llama Luna ─ le dije ─. Doce años tiene. Ya ve, abandonada en el albergue por vieja. Deprimida hasta la médula… No se haga ilusiones, no la he traído para que le ayude a usted ─ le mentí –. Está aquí sólo para ver si usted puede ayudarla a ella. ¿Qué creé...?
Desde entonces, todas las mañanas Enrique y Luna pasean por las calles de Alicante.
Y dicen aquellos que se los encuentran a su paso, que nunca vieron a dos amigos con más ganas de vivir.
Raúl Mérida
Protección de Animales