El compañero inseparable del perro abandonado no es el hombre, es el hambre.
Acaban de descubrir por fin el secreto. Un científico japonés ha podido demostrar que, cuanto más se miran a los ojos un perro y su dueño, cuanta más relación existe entre ambos, más oxitocina producen sus cerebros. ¿Y qué es la oxitocina? Pues, nada más y nada menos, que la hormona de la felicidad.
Se llamaba Bruma. Era negra como el azabache. Ni muy grande ni muy pequeña. Tenía unas patas largas hasta el infinito y un rabo incansable que balanceaba sin parar.
Su historia para mí comenzó el mismo día en el que la encontré, allá por finales de los noventa. Estaba abandonada, sucia y perdida en medio de la calle. Pregunté a los vecinos, nadie sabía nada.
La monté en mi coche. Entonces me di cuenta que una de sus patas sangraba así que, primero la llevé al veterinario y, de ahí, directos al albergue.
Al principio, se mostraba cohibida y desconfiada pero, entre todos, le dimos tiempo para que conociera las instalaciones, para que se acostumbrara al ladrido constante de los otros perros y, sobretodo, a ese dolor permanente que produce sentirse abandonado.
Y así, poco a poco, conseguimos que Bruma volviera a aferrarse a la vida.
Primero se le curó la herida de la pata. Luego comenzó a cicatrizarle la del alma.
Y el tiempo trascurrió y la vi pasar por varias jaulas y comprobé como, igual que todos sus compañeros, se iba sintiendo dueña y señora del pequeño territorio que conformaba cada una de ellas…
Pero, si algo le pertenecía de verdad a Bruma, era la libertad.
Esperaba ansiosa cada día a que alguien se acercara a su jaula y le abriera la puerta y la dejara salir. No había mayor felicidad para cualquiera que estuviera presente, que verla correr deprisa sin rumbo, simplemente por el placer de correr… Siempre hacía lo mismo. Primero se alejaba a toda velocidad de la jaula pero, cuando sentía que se había marchado demasiado lejos de aquel que le había abierto la puerta, rauda y veloz, corría hacia él de nuevo para agradecérselo con lametazos, roces y movimientos de rabo.
Bruma no era un cachorro cuando la encontramos, era ya una perra adulta.
En aquella época existían pocas personas en España dispuestas a adoptar un perro de un albergue y, menos aún, si éste era mayor. Sé que hoy puede parecer una locura pero, por aquel entonces, sin Internet, ni eventos, ni redes sociales, resultaba casi imposible dar a conocer la historia de un solo animal y pedir ayuda para él.
Así que, un buen día, harto de ver que ella, igual que otros muchos animales del albergue, parecían invisibles en sus jaulas para nuestros visitantes, decidí comenzar a contar sus historias.
La primera fue la de Bruma. Escribí un artículo sobre ella, le hice una foto y la envié a este mismo periódico sin saber si, realmente, la publicarían. Al fin y al cabo, en aquella época ningún medio dedicaba espacio alguno a la adopción de animales. Sin embargo, al día siguiente la publicaron y, ese mismo día, salió adoptada.
Tras la suya, siguieron muchas más historias. No les exagero, más de mil.
Sin embargo, reconozco que la de ella me marcó para siempre. A menudo recordaba y, aún recuerdo, aquellas tardes de voluntario en el albergue corriendo a su lado.
Nunca más supe de Bruma hasta la semana pasada. Fue entonces cuando vino a verme la familia que la adoptó hacía ya más de quince años. Traían malas noticias. Bruma había fallecido.
Supongo que es ley de vida, que los años pasan para todos pero… ¿Por qué dolerá siempre tanto?
Me senté en un banco del albergue a hablar con ellos y me enseñaron el recorte de aquel viejo periódico, ya amarillo por el tiempo, que recogía su historia…
Estaba emocionado escuchándoles. No paraban de contarme historias de su vida junto a ella… Y, entonces, recordé la famosa hormona de la felicidad, esa que, según los estudios recientes, nace y se multiplica a base de roces, caricias y afecto.
Supongo que para llegar a ese descubrimiento científico habrán realizado miles de análisis y pruebas complejas pero, qué quieren que les diga, en realidad, no hacía falta tanto. Cualquiera que viva con uno de ellos lo sabe… No hay un solo día en el que la vida no nos demuestre que, la amistad entre un perro y su dueño, es felicidad en estado puro.
Nota: Los albergues de animales de toda España están llenos de Brumas, Lunas, Tobis y miles de perros abandonados más. Todos esperan desde sus jaulas poder demostrar algún día que, cuando alguien dijo que el perro es el mejor amigo del hombre, estaba pensando en cualquiera de ellos.
Raúl Mérida