6/12/12

Un lobo en libertad

Apriori todo parecía sencillo.

- Nos acaban de solicitar autorización para el sacrificio de un lobo por parte de un centro que, por la crisis, va a cerrar ¿Podéis salvarlo?.
Creo que más o menos, eso fue lo que escuché cuando, a través del teléfono para aquel pobre animal. 
- ¡Por supuesto! - contesté - El lobo se viene para Alicante.

Una fría mañana de enero, de hace ya algunos años, quedamos para el traslado. Los permisos estaban concedidos. Sólo quedaba sacarlo de allí. Los encargados del parque introdujeron al animal sedado en el interior de una jaula de seguridad. El lobo, aparentemente, dormía tranquilo. 
Después, cargamos la jaula dentro de la furgoneta y nos dispusimos a emprender el regreso a Alicante. Todo iba bien… pero, a mitad de camino, de repente, un sonido se escuchó detrás. 

A través de una pequeña ventana que nos comunicaba con la zona de carga, pudimos ver cómo el animal rompía en mil pedazos su jaula. No tuvimos tiempo de reaccionar.

El lobo enseguida apoyó su cabeza sobre el cristal de detrás y lanzó tal mordisco a la ventana que hizo añicos la misma en un segundo.
Para entonces yo había conseguido salir de la autopista. Menos mal, porque el animal no lo dudó. Saltó del vehículo y desapareció. 
Pasamos momentos muy malos. Temíamos por él. 
Pusimos cuantas denuncias pensamos que podían ser útiles para localizarle. 

Recuerdo las horas siguientes. La primera noticia llegó a través de la Guardia Civil. Algunos senderistas decían haber visto un lobo en una montaña cercana.
Era la señal esperada. Salimos hacia el lugar donde las llamadas lo situaban. Por el camino pensaba cómo era posible que hubieran sabido reconocerle y no creyeran que era un perro... Pero, cuando lo vi en aquella montaña, me di cuenta de lo que es un lobo en su medio natural. Sus cuatro patas se movían como si cada una de ellas tuviera vida propia. No caminaba, se deslizaba. Había que cogerlo. No habría podido vivir mucho allí. No tenía comida y, según se conociera su presencia, no faltarían voluntarios para acabar con él.

Finalmente, el animal fue sedado y cuando cerró sus ojos por el sueño lo cogí sobre mi hombro derecho y lo bajé personalmente en brazos por la montaña. 

Yo iba delante y mis compañeros detrás. Quizás por esa vergüenza que sienten los hombres al llorar no quise que me vieran y aceleré el paso. El caso es que aún hoy no sé el motivo de mis lágrimas. Quizá fuera por toda la tensión pasada aquellas horas. Quizá por la alegría de haber podido rescatarlo y, a la vez, la tristeza de pensar que aquel pobre animal sólo estaba a salvo viviendo en cautividad. O, quizá, por la emoción de haber visto en directo uno de los mayores espectáculos que la naturaleza puede ofrecerte: un lobo en libertad.


Raúl Mérida